Por Juan Cruz Triffolio

Aunque algunos no lo crean, someter al escrutinio público una auténtica declaración jurada de bienes es una manifestación de coraje.

Es una revelación de pudor.

Una evidencia de transparencia y sinceridad.

Es una expresión de vergüenza.

Una desnudez de lo que verdaderamente hemos sido, somos y hacia dónde pretendemos llegar.

Pero también, declarar públicamente los bienes acumulados, en efectivos o especies, es fotografiar en letras y expresiones numéricas deslumbrantes qué tan honesta e inescrupulosa ha sido nuestra existencia humana.

Téngase en cuenta que los tiempos del Dios Midas son parte del pasado y que, en un mundo digitalizado, donde lo virtual tiende a arropar lo real, actualmente resulta sumamente engorroso, por no expresar imposible, el manipular la verdad con un rosario de engaños y mentiras.

Siendo de tal manera, en el plano colectivo, es innegable que la presentación ante la opinión pública nacional de estos estados de situación ofertados por los funcionarios salientes y entrantes al tren político y administrativo gubernamental, es una exposición viva, innegable y convincente de qué tan pobres o ricos somos como nación caribeña.

Es un genuino registro que revela la laboriosidad y productividad de aquellos dominicanos que dedican su vida al quehacer político y que, sobre todo, refleja cuál ha sido su extraordinaria capacidad de subsistir con austeridad, dejando una estela extraordinaria que habla positivamente de su envidiable capacidad de ahorros.

En algunos casos, dignos del cuestionamiento colectivo y sin aparente escrúpulo, relumbran, tal sol de verano caribeño, gastronómicas sumas de bienes sin aparentemente importar a sus declarantes la imposibilidad de justificarlas al momento de establecer una relación lógica y racional entre sus hojas de vida productiva y el cúmulo exorbitante de sus riquezas.

Al margen de algunas excepciones, el cacareado proceso de declaración pública de los bienes de varios de los funcionarios del pasado y el presente, hasta el momento, no es más que una descarada y atropellante burla a la dignidad y la honestidad del dominicano sacrificado y laborioso, al tiempo que una irrebatible evidencia de cómo estas figuras públicas laceran la conciencia nacional.

Es un despiadado sainete gestado por seres desalmados cuya excitación burlesca no parece tener límites sin importar que para encarnarla sea objeto de las más diversas, justicieras y atinadas manifestaciones de repugnancia por parte de la población sensata y respetable en la colectividad nacional.

El referido ejercicio de aparente pretensiones plausibles y valederas, es una dolorosa y lamentable muestra irrefutable de una podredumbre horripilante que viene carcomiendo los cimientos de la moral, la ética, la honestidad y la honradez en nuestra estructura política y social sin que para algunos, aparentemente, sea preocupación el que estemos supurando la pestilente pus que pretende contaminarnos a todos.

Paremos este descaro…