Por Francisco Luciano

En un barrio populoso de Santo Domingo, Sara, una mujer de manos endurecidas por el trabajo diario y una sonrisa que ocultaba años de fatiga, entró a la farmacia con su receta doblada, la cédula y el carné del Seguro Nacional de Salud (SENASA) en la mano. Los dolores pélvicos la acosaban sin piedad, un padecimiento que el médico de emergencias había calificado de serio. «Necesito estos medicamentos ya», pensó, mientras entregaba los documentos a la dependienta.

La joven revisó los papeles, hizo una llamada breve y negó con la cabeza. «Lo siento, señora Sara, pero su seguro no muestra cobertura activa». «¿Cómo qué no? Pago cada mes sin falta», replicó Sara, con el pulso acelerado por la frustración y el dolor.

«Debe verificar con Recursos Humanos de su empresa», dijo la dependienta, sin más explicaciones. Sara salió con la cabeza gacha, el malestar recordándole su fragilidad. En la oficina, el gerente de Recursos Humanos la miró con sorpresa. «Todo está en regla, Sara. El depósito mensual a la Tesorería de la Seguridad Social se hace puntualmente. Será un error técnico».

De vuelta en casa, le contó a su esposo Linares, un hombre práctico y endurecido por la vida. «Esto no puede ser», murmuró él, conteniendo la rabia. Sin opciones, fue donde José Aníbal, el prestamista local, un tipo con bigote desaliñado y mirada fría. «Préstame cinco mil pesos, José. Es por la salud de mi mujer». Con el dinero en mano, compró los medicamentos, pero el interés ya empezaba a acumularse como una carga inevitable.

Los días se convirtieron en semanas, y el descontento se extendió en la oficina. Compañeros de Sara compartían experiencias idénticas: «Fui a la farmacia y me dijeron que no hay cobertura». «El mío tampoco responde». Era como si el SENASA hubiera desaparecido, dejando a miles sin protección en un sistema que prometía equidad.

Por la radio, las quejas se multiplicaron. «El Seguro Nacional de Salud enfrenta un déficit de miles de millones de pesos y no puede cubrir a sus afiliados», anunciaba un locutor con tono grave. Sara y sus colegas escuchaban en silencio, atónitos. Luego, el presidente apareció en televisión, con expresión serena. «Son rumores infundados de la oposición. El sistema funciona como debe».

Pero la realidad no se oculta indefinidamente. Un reportaje investigativo en televisión reveló el esquema: un fraude sistemático en SENASA, perpetrado por funcionarios en complicidad con dueños de farmacias, clínicas y laboratorios. Facturaban servicios inexistentes a nombre de afiliados reales: medicamentos no entregados, hospitalizaciones ficticias, procedimientos médicos inventados. Los implicados, motivados por la codicia, habían drenado fondos públicos por miles de millones.

Sara sintió un nudo en el estómago. «Por eso no había cobertura. Nos han robado la posibilidad de curarnos». La prueba era concreta: documentos alterados, cuentas sobrefacturadas, un saqueo deliberado que dejaba a los vulnerables sin red de seguridad.

El presidente, que antes lo negaba, ahora admitía: «Estamos al tanto desde hace tiempo y hemos remitido el caso al Ministerio Público». Su inconsistencia era una afrenta directa. En las calles, la gente se preguntaba: «¿Por qué no intervinieron antes? ¿Cuántos han muerto esperando atención?».

Sara, Linares y sus compañeros no se limitaron a quejarse. Organizaron reuniones, documentaron casos en redes sociales y exigieron investigaciones independientes. El fraude no era solo financiero; era un asalto a la dignidad humana, con pacientes postergando tratamientos, acumulando deudas y enfrentando complicaciones irreversibles por falta de acceso oportuno.

La salud no es un privilegio, es un derecho. Cuando la corrupción toca el bolsillo del pueblo, roba dinero; pero cuando toca el sistema de salud, roba vidas. Por eso, no basta con indignarse: debemos exigir justicia y transparencia. Solo recuperando cada peso y castigando a cada responsable podremos volver a creer en nuestras instituciones y garantizar que historias como la de Sara no se repitan nunca más.
El autor es docente universitario y dirigente político.