Por Milton Olivo
La República Dominicana, a pesar de la situación geopolítica global, se encuentra en una posición envidiable dentro del mapa económico regional.
Rodeada de múltiples mercados con alta demanda de productos tropicales —como las islas del Caribe, Centroamérica, y grandes consumidores como Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea— el país tiene todo el potencial para convertirse en una potencia global suplidora de alimentos, frutas tropicales y productos del mar.
Este potencial se multiplica si damos el salto hacia la creación de una flota pesquera, el desarrollo de una industria naval, de un poderoso sector acuícola y de cría de peces en el mar, o maricultura, y la industrialización de esos productos.
Con un tejido sólido de agroindustrias, no solo podríamos abastecer al mundo, sino también generar una transformación estructural interna: creación de empleos masivos, salarios dignos y una economía más equilibrada y resiliente.
La República Dominicana tiene todo el potencial para ser ejemplo de desarrollo productivo sostenible en toda la región. Sin embargo, surge una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué no estamos donde debemos estar?
Una de las grandes trabas ha sido el papel de la élite económica local, históricamente enfocada en el negocio de la importación. Gran parte de los miembros de este grupo, no solo ha evitado apostar por la producción nacional, sino que también ha influido en la política con el único fin de mantener sus intereses a salvo.
El resultado ha sido un sabotaje silencioso —pero constante— al desarrollo de nuevos sectores productivos. Su miedo: que lo nacional compita con lo importado. Su consecuencia: un país con talentos desaprovechados y oportunidades desperdiciadas.
Y aunque esto por sí solo representa un enorme desafío, no es el único. Haití, nuestro vecino más cercano, es a la vez una amenaza potencial a nuestra estabilidad y una gran oportunidad.
La violencia, las bandas armadas y el caos institucional que vive ese país representan un riesgo directo a nuestra paz. Pero también es cierto que un Haití en paz y con instituciones funcionales podría convertirse en un mercado mucho mas relevante para nuestros productos, una fuente de materias primas para nuestras agroindustrias y un aliado en el desarrollo regional.
Por eso, pacificar Haití debe verse no solo como un deber humanitario, sino como una estrategia de interés nacional. Nos conviene un Haití que progrese, que se mantenga estable, que ofrezca oportunidades a su gente para quedarse en su tierra. Y a nosotros nos toca blindar nuestra frontera.
Pero también toca, facilitar conocimiento, recursos y herramientas a nuestros emprendedores, para que la República Dominicana sea un país de productores, exportadores, e industriales, no solo de consumidores.
El futuro no se construye solo con inversión. Se necesita un liderazgo político comprometido con el bien común, con visión, voluntad política, humanidad y algo más profundo: sabiduría.
Definitivamente es importante impulsar el conocimiento, sí, pero también cultivar la sabiduría colectiva, para estar en capacidad de elegir líderes auténticamente comprometidos, capaz de pensar a largo plazo, actuar con competencia y apostar por un desarrollo que no excluya a nadie.
*El autor es escritor, pensador político y activista por una Quisqueya potencia.